Como era...

Alrededor de la figura de Martí, como ocurre con todos los grandes hombres, se ha tejido un sinnúmero de leyendas. Leyendas que, por serlo, resultan difíciles de destruir y acaban por arraigarse en la mente popular a fuerza de ser constantemente repetidas.

 

Entre los errores más comunes en torno del Apóstol de nuestras libertades acaso el mayor se refiere precisamente a la configuración física que de él se han forjado sus compatriotas. A ello han contribuido, naturalmente y en modo decisivo, los retratos y obras escultóricas relativos a su persona realizados sin una cuidadosa o exacta documentación o también porque el artista tiende siempre a exaltar o a simbolizar el personaje escogido y no a reproducir su efigie como una fotografía. E igualmente porque un fenómeno psicológico nos lleva inconscientemente a imaginarnos siempre al grande hombre como de elevada estatura.

 

Martí, sin embargo, no era alto, sino por el contrario de estatura normal, de unos cinco pies y medio. Delgado, de muchacho y de adolescente, ligeramente más grueso en la treintena, ni siquiera en sus últimos años, según datos recogidos entre personas que le conocieron, nunca llegó a pesar más de unas 130 a 140 libras. Su aspecto exterior, puede decirse que era el del tipo promedio de criollo, parecido en su delgadez y poca estatura a muchos de los tabaqueros emigrados a Tampa y Cayo Hueso, que tanto le amaron y que contribuyeron a manos llenas a la causa de la revolución.

 

Esto puede comprobarse haciendo un acucioso estudio de sus retratos o mostrándole a cualquier sastre las medidas que le tomó para un traje Miguel Ignacio Almonte, en 1895, en Montecristi, pocos días antes de partir con Máximo Gómez para Cuba, y que han sido dadas a conocer por el historiador dominicano Emilio Rodríguez Demorizi.

 

Martí era de vestir modesto, pero pulcro. Su traje y su corbata eran negros, en símbolo de luto por ser Cuba esclava. Usó también un anillo de hierro -que no ha sido hallado-, hecho de un pedazo de la cadena que llevó cuando era el preso 113, en que estaba grabada la palabra "Cuba".

 

No era la cabeza de Martí tan grande ni tenía la forma que le han dado Sicre y otros escultores en sus obras, sin duda para simbolizar mejor el pensamiento genial del Apóstol. Aunque su frente sí era notablemente alta y despejada, destacábase más su sello de marcada personalidad a medida que con los años el cabello negro iba clareando en las sienes.

 

Sus cejas eran pobladas, grueso el bigote, y más bien fina la mosca que adornaba el mentón firme. Firmeza revelaba también la nariz recta, mientras que sus orejas se encontraban separadas de la cara algo más de lo natural, según sus propias declaraciones a Fermín Valdés Domínguez, por los tirones que le dieron sus maestros, cuando niño, en una escuelita de barrio de La Habana.

 

Sobre el color de los ojos de Martí siempre ha existido mucha confusión, creyéndose generalmente que fueron negros. Eran pardos, "glaucos", según el pintor Federico Edelmann, color que tiene los tonos cambiantes de las olas, desde el oscuro hasta lo claro, en una sensación variable de pardo a verdemar. Y eran almendrados, algo achinados o árabes, más bien melancólicos y dulces, pero relampagueantes o coléricos cuando acusaba desde la tribuna a la España colonial de sus desmanes en Cuba. Y en su mirada, después de su verbo, residía acaso el mayor magnetismo de Martí, porque era ella la que atraía enseguida a las personas hasta llegar casi a hechizarlas. 

 

En el hablar suave, nunca estridente, persuasivo más que agresivo, en sus discursos revolucionarios, su palabra llegaba, sin embargo, a romper el aire como tajo de machete. Y es que a medida que hablaba su figura se agigantaba, parecía estar en "trance", y entonces su voz, según personas que le oyeron, se volvía progresivamente más fuerte y vibrante. Iniciaba sus discursos con voz lenta, poco perceptible, aumentando en volumen hasta alcanzar un acento evangélico, rebosante de honda sinceridad. Era entonces cuando electrizaba al público.

 

Las manos de Martí, como de hombre magro, intelectual y artista, eran finas y afiladas. Manos, según los quirománticos, de hombre amante de todos los dogmas filosóficos que pregonan la justicia y la libertad, la dignidad y el decoro del hombre. Mano de místico, de mártir y de redentor.

 

Inquieto y nervioso, Martí era de rápido andar. En Nueva York, subía las escaleras de su oficina en Front Street y las de los ferrocarriles elevados casi corriendo. Sin duda, la mejor descripción general de su persona y carácter es la que hiciera Enrique Collazo como sigue: "Era pequeño de cuerpo, delgado; tenía en su ser encarnado el movimiento; grande y vario su talento, veía pronto y alcanzaba mucho su cerebro; fino por temperamento, luchador inteligente y tenaz que había viajado mucho, conocía el mundo y sus hombres; siendo excesivamente irascible y absolutista, dominaba siempre su carácter, convirtiéndose en un hombre amable, cariñoso, atento, dispuesto siempre a sufrir por los demás; apoyo del débil, maestro del ignorante, protector y padre cariñoso de los que sufrían; aristócrata por sus gustos, hábitos y costumbres, llevó su democracia hasta el límite. Era muy nervioso, un hombre ardilla; quería andar tan de prisa como su pensamiento, lo que no era posible. Subía y bajaba las escaleras, como quien no tiene pulmones. Vivía errante, sin casa, sin baúl y sin ropas; dormía en el hotel más cercano de donde le cogía la noche o el sueño; comía donde fuera mejor y más barato, ordenaba una comida admirablemente y sin embargo comía poco; días enteros se pasaba con vino Mariani; quería agradar a todos y tenía la manía de hacer conversiones, así es que no le faltaban desengaños. Era un hombre de un gran corazón, que necesitaba un rincón donde querer y ser querido. Tratándole se le cobraba cariño a pesar de ser extraordinariamente absorbente."

 

Martí, en efecto, con ser respetuoso de las opiniones de los demás, estaba convencido de sus doctrinas e ideales, defendiéndolos con calor y apasionamiento. No cejaba en la ruta que se había impuesto y sabía mantener sus convicciones con tesonero, valiente y hasta arrogante gesto. Lo probó frente a la España colonial, en el presidio político, en el mismo Madrid, en todos los momentos, cuando la famosa entrevista con Máximo Gómez y Antonio Maceo en Nueva York, en 1884, al negarse altivamente a unirse a los planes bélicos de los dos grandes soldados de la guerra del 68 por entender que ellos pretendían convertir a Cuba en "un campamento" ; y, por último, en la borrascosa conferencia con el propio Maceo en La Mejorana, y en muchas ocasiones más.

 

De su valor personal, del cual nunca hizo jactanciosa gala, nos ha referido varias interesantes anécdotas el patriota Alberto Plochet, siendo una de las más reveladoras un incidente con Antonio Zambrana en una magna asamblea en Tammany Hall en Nueva York, Zambrana criticó a Martí duramente por no apoyar el plan Gómez-Maceo, y acabó por acusar a los que no secundaron el movimiento de miedosos y merecedores de usar sayas en vez de pantalones. Martí, con el bombín fuertemente agarrado entre las manos, pidió airado la palabra. Al concedérsele, habló poco, muy poco, pero terminó, mirando fijamente a su denostador : "Y tenga usted entendido que no solamente no puedo usar sayas, sino que soy tan hombre que no quepo en los calzones que llevo puestos". Zambrana se abalanzó sobre Martí, quien sin moverse añadió: "Y esto que le digo se lo puedo probar cómo y cuándo guste, y si es ahora mismo, mejor". La rápida intervención de Maceo y Crombet, que estaban presentes, evitó que Martí agrediera a Zambrana.

 

En éste, como en otros casos Martí actuó sin jactancia, pero él, pese a que nos lo quieren pintar algunos, con gran perjuicio por cierto para su figura, como manso y humilde, sabía siempre responder a cuanto agravio, directo o velado, se le hacía. Ejemplo elocuente de ello es el final de su serena respuesta a la ofensiva carta que le mandara Enrique Collazo y en la que le dice, en reto, que "no habrá que esperar la manigua, señor Collazo, para darnos las manos; sino que tendré vivo placer en recibir de usted una visita inmediata, en el plazo y país que a usted le parezcan convenientes". Por mediación de prominentes emigrados de Tampa y Cayo Hueso el duelo no llegó a efectuarse, y años después el propio Collazo fue el primero, como ya hemos visto, en reconocer la injusticia de sus acusaciones contra Martí. Pero, volviendo a detalles más Íntimos de la vida de Martí, conviene señalar que era frugal en la mesa, aunque le agradaba el buen comer y lo hacía con gusto. Conocía los misterios de todos los platos famosos del mundo como el mejor de los cocineros. Sabía catar los vinos, y gustaba de saborear una buena copa de Tokay, aunque su bebida predilecta era el vino Mariani, el reconstituyente de moda en aquella época.

 

A este respecto, Martí, en sus apuntes sobre su viaje a Guatemala en 1877, hace la siguiente interesante afirmación:

 

En mí, la privación de la pulcritud interrumpe seriamente la vida. Hecho a la pobreza, no vivo sin sus modestas elegancias,--y sin limpio mantel y alegre vista, y cordial plática,-váyanse de mí, y no norabuena -los guisados más apetitosos. Como es una función, nunca un placer, fuerza es amenizarla, para hacerla llevadera; y disfrazar con limpias bellezas su fealdad natural.

Si bien es cierto que se dice que Martí fumó una que otra vez, y que escribió sobre el tabaco, sin embargo no era fumador en el verdadero sentido de la palabra. Dato curioso cuando se piensa que sus mejores auxiliares y hermanos en la lucha por la independencia de Cuba fueron precisamente los tabaqueros.

 

De trato encantador con las damas, entre las que contaba con grandes simpatías y afectos por sus modales caballerescos, amenizaba sus charlas con ellas con reseñas plenas de colorido sobre arte, en especial de música, que lo emocionaba profundamente,de pintura, de la cual era un gran conocedor y amante, o de teatro, que siempre fue una de sus aficiones predilectas desde niño. Y, en más de una ocasión, obsequiaba a sus gentiles oyentes con una taza de sabroso chocolate humeante, preparado con sus propias manos.

 

Su amor por los niños es sobradamente conocido. Tenía "alma de niño" y de ello son prueba sus bellos trabajos en la revista infantil "La Edad de Oro", pero lo que más le gustaba era contarles a los niños las maravillas de la naturaleza, llevarlos a estudiar plantas, flores, aves e insectos. enseñarles las bellezas de la tierra, para que las entendieran y amaran mejor.

 

Trabajador infatigable, escribía diez o más cartas, varios manifiestos revolucionarios, artículos para Patria, correspondencias para diarios sudamericanos, versos, todo en un solo día. Y aún le quedaba tiempo para llevar a sus libros de apuntes alguna nota intima o curiosa.

 

Dormía poco y con inquietud. Cuando los pensamientos se agolpaban a su cerebro en los días angustiosos en que preparaba la última guerra de independencia, pocas eran sus horas de descanso. Sentía como "hojas en la tormenta", sus "cejas rozando la almohada", y cuando conciliaba por fin el sueño, se agitaba de lado a lado de la cama, hablando en voz alta, como en acceso de fiebre.

Frágil de cuerpo, precario de salud, con una dolorosa herida inguinal, causada por la cadena de presidiario, herida que llevó con estoicismo desde la adolescencia hasta la muerte en Dos Ríos, cuando llega la hora de impulsar el pequeño bote que ha de llevarlo a la costa cubana se disputa con sus compañeros el derecho de remar. Y rema con fuerza sorprendente para aquellas manos fina;, para aquella mano que moviera una de las plumas más brillantes del nuevo continente.

 

Y cuando pisa suelo cubano, se abre camino entre espinales, pedregales, vadea ríos, escala ásperas laderas con la pesada carga, le quiere quitar al viejo Gómez la suya; llena de admiración a todos por su indomable espíritu, que le hace olvidar su endeble estructura física; deja atónitos a los curtidos soldados mambises, que nunca le creyeron capaz de resistir los duros rigores de la manigua. Comparte con ellos su rancho, sus vicisitudes, sin una queja, alegremente, y cuando le llega la hora, "su hora", de supremo sacrificio va hacia él conscientemente, sin miedo, con una sonrisa a flor de labios.

 

Tal era Martí, hombre ante todo; pero hombre en el más alto sentido; y humano también en el más elevado grado de lo que debe ser el mejor concepto de humanidad.