Eterno vivo es para nosotros José Martí. Por Cintio Vitier.

Anticlerical como sabemos que fue José Martí en una época en que todavía, por obra del llamado Patronato Regio, la Iglesia Católica estuvo al servicio incondicional de la Corona de España, igualmente sabemos que su anticlericalismo no fue el del ateo sino el del cristiano escandalizado por la historia de la Iglesia (véanse en el tomo 19 de sus Obras completas las páginas 391-392), jamás negador de la tradición ético-religiosa del presbítero José Agustín Caballero, del Padre Félix Varela y de José de la Luz, a quien llamó “el padre, el silencioso fundador”, el Maestro de El Salvador, que tanto admiró y a quien tanto debió.

No menos profundos fueron sus vínculos con la catolicidad de los Siglos de Oro españoles: con la España de Santa Teresa, “que fue quien dijo que el diablo era el que no sabía amar”, y sobre cuyas afinidades estilísticas con Martí escribió Juan Marinello un memorable ensayo; la España de Quevedo, “que ahondó tanto en lo que venía, que los que hoy vivimos, con su lengua hablamos”; la España de Calderón, “gran meditabundo, gran esperador, gran triste”, único parigual, a su juicio, de Shakespeare, junto a Esquilo, Schiler y Goethe; la España de Velásquez, que “creó de nuevo los hombres olvidados”, y de Goya, a quien consideró “uno de sus maestros”, anticipadores ambos del en su tiempo incomprendido impresionismo francés; la España, en fin, de Cervantes: “aquel temprano amigo del hombre que vivió en tiempos aciagos para la libertad y el decoro, y con la dulce tristeza del genio prefirió la vida entre los humildes al adelanto cortesano y es a la vez deleite de las letras y uno de los caracteres más bellos de la historia”.

 

En su primer destierro de revolucionario que entregaría la vida para liberar a su pueblo del yugo colonial, reencontró al “sobrio y espiritual pueblo de España” que había conocido en el hogar habanero de sus padres, valenciano él, canaria ella; tuvo un lugar en su corazón para los comuneros de Castilla y Aragón, “franco, fiero, fiel, sin saña”, reconoció “el ente misterioso de la raza y el espíritu perdurable de la lengua”. Es ese “ente” y ese “espíritu”, renacidos a nueva luz bajo los cielos de México, Guatemala y Venezuela, los que nos convocan hoy para adentrarnos, no solo en las anticipaciones o premoniciones de su genio verbal, sino en las lecciones más altas que con ese genio y con su vida supo darnos.

 

Como poeta “en versos” (ya que más aún, como él quería, lo fue “en actos”) Martí descubrió antes que todos la verdadera “musa nueva” de una modernidad florecida a partir de la raíz hispánica, en Ismaelillo (1881); descubrió el verbo desnudo, visionario y “protoplasmático”, anterior a la escisión de verso y prosa, como observó Unamuno, antes que el propio Unamuno de El Cristo de Velásquez, y descubrió, antes que Antonio Machado, el uso del acento popular para la expresión alta de una concepción del mundo que vibra con todas las cuerdas del alma, y las armoniza, en Versos sencillos. Sus contemporáneos sucesivos son, después de Rubén Darío –al que llamó “hijo” y que a él lo llamó “maestro”–, Gabriela Mistral, César Vallejo y José Lezama Lima, que en 1960 dijo que es él, Martí, quien nos acompaña en esta última era, “la era de la posibilidad infinita”.

 

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